Puerto próspero del Mediterráneo
donde afluyó un enjambre de comercios
y un bullicio de sandalias y cestos
se insoló bajo tu sol meridiano.
Correteaste con los nenes descalzos
entre el perfume del sudor e incienso
y el lío bíblico de los dialectos.
Amarraste la soga y zarpó el barco.
Nos fuimos alejando de sus costas
con el vaivén que imprimían los besos
de salobres, omnipresentes olas,
sin saber que no habría más regreso
a la ciudad hundida en el Atlántico,
la lengua sumergida de los pájaros.
Vos habitás un futuro distópico
donde un puñado de escoria inhumana
ha erigido su poset de jerarcas
y un cisma quiebra el vaso en mutuos odios.
Hay bustos de los próceres de mármol,
la convulsión de un César en su tumba
y el alarido ante intestinas luchas
de hermanos desdeñando a sus hermanos.
Niego el hado: el concepto inexorable
del patio de una escuela y cada cáncer,
de suerte echada y de divinos dados.
Y el autoimpuesto compromiso tácito
de una sátira snob sobre los pueblos
estaba escrito que también lo niego.
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