The silence of the lambdas

Tocó el timbre y el rin, zumbando, hirió
el apenas pasado meridiano
pellejo del silencio.

Hay veces que un timbrazo corta el hilo
del que un embrujo primigenio cuelga
en el lapso que va de un tac a un tic.

Hubo un después y un antes de esa vez;
un antes antes, y un después después.

Porque, sin raje, el rin trazó una marca
que delineó, cual vertizonte, un límite
y se impuso entre el hálito y la parca.

"Ya va" emergió una voz por la rendija,
y unos "ya va" después, no sé, tres, cuatro,
brotó del ventiluz la calavera
de la titiritera de la voz.

La dueña de la voz, que era una vieja,
en un rato nomás, pensó la otra,
que estudiando la alfombra, "Bienvenidos",
regocijóse prematuramente,
devendrá flor de postre pa las cresas.

Dio el precedente tac las trece treinta.

¿En qué lugar están? Qué importa el nombre.
¿A veces no parece que esa calle
los autos se olvidaran de surcar?

El sol pela, rebota en las vainillas.
Se escucha el gorgoteo de la zanja
de verdín espumoso e irisado.
La vieja hace techito con la mano
y entrecierra, tal vez, los que te jedi
para echar a patadas el reflejo.

Con mora, la otra, altiva, desdeñosa,
propia de quien prevé lo ineludible,
quizá incluso mirándose las uñas,
la fue, palabra va, palabra viene,
engatusando en una, en otra cosa.

Hasta que al fin la abuela metió llave
o sacó llave, vaya uno a saber,
y la dama, triunfal, encapotada,
sonriente paradentro y parafuera,
en el zaguán el pie de hueso puso.

La abuela chueca dijo "Pase, pase"
nunca más me olvidé de aquella frase.

Cruzaron una pieza que exhalaba
perfume de humedad, de panes verdes,
de naftalina y libros amarillos.

El patio era de escaques, como siempre,
y por la enredadera se colaban
los retazos de sol.

En la mesa el mantel cuadriculado,
y el plato de fideos
o de pastel de carne.
Un tenedor de alpaca maculado,
quizá una mandarina y un sifón,
y alguna damajuana
que espera turno allá en el lavadero.

En la tele de fondo el noticiero.
Y el arte ya perdido
de soplar el puré.

Me guardé tu presunta maternal
querencia, y aunque nadie,
nadie, abuela, pregunta por tu ausencia,
drosophila difunta,
mal que mal te recuerdan. Mal que mal.

Me quedé con la lágrima que brilla,
que rueda líquida por la mejilla,
y esa risa que viene de llorar.

Y a falta de unos ojos
me resigné a mirarte a los anteojos,
a ese poliedro que llevás por jeta.

Y en la vida moderna de ciudad
ya no hay almohadas con olor a pelo,
ni canillas goteando en palanganas,
ni bancos de granito, ni malvones,
ni cajones recónditos.
Ni un hormiguero con hormigas negras.