La calle principal

Pocos saben que mi tía, que en paz descanse, hizo un trabajo para el Dr. Bélmer y después huyó a Mendoza. En esos años -la memoria es tramposa- las calles no eran todavía de asfalto, sino apenas unas franjas de tierra mal apisonada, cubierta de cardos y de cascotes; Bélmer era el único médico de la zona, cuanto le merecía el respeto del pueblo y lo convertía, de facto, en un personaje destacado, ilustérrimo.

Recuerdo, y vos no olvidarías, el atardecer gélido de un miércoles en que, el semblante torvo, la mirada severa como busto de prócer, la tía nos relató pausadamente el siguiente episodio y nos hizo jurar por Dios y la virgen que nos quedaríamos muzzarella. Le sobraban razones, certificaba mamá, para querer que esa verdad no viera nunca el día. Había que tener precaución, que no era cosa, hombre, de andar divulgando asuntos tan delicados, sobre todo en estos pagos poblados de gente simple, que no es de mal corazón pero que, por miedo, no sabe perdonar, y si te tiene junado fuiste.

El oficio laborioso de redactar crónicas tiene como desventaja, quizá principal, la ausencia del caro interlocutor, presto siempre a ahondar en aquellos detalles que, pudiendo parecer insignificantes, terminan constituyendo el núcleo de toda historia que de tal se precie. A indagar, verbigracia, "pero tu tía, che, ¿la hermana de tu papá o de tu mamá?". Lo limitado de mi imaginación me faculta a llover, nomás, los tormentosos párrafos que -cubierto ya el papel otrora despejado- se avecinan, hermano.

Mi familia, cuya estirpe comerciante se remonta a mi bisabuelo mercachifle, vino a parar al pueblo, vaya uno a saber cómo, en el año cincuenta y dos. Las escasísimas fotos que el altillo, cripta del ayer, conservó de aquella época, amarilleadas por la humedad y el tiempo, atestiguan un gallinero, algunos chicos de la cuadra jugando a la carrera de embolsados, un volkswagen que en ese entonces no era aún la chatarra oxidada que -dudarlo es fútil- terminó siendo.

El Dr. Bélmer, por su parte, era oriundo de Chivilcoy; tras graduarse cum laude de la carrera de medicina, había instalado su consultorio en un lotecito frente a la parroquia, cuando el pueblo era poco menos que un baldío de proporciones. No estorba reiterar que Bélmer era toda una autoridad para los vecinos, una de esas personalidades indispensables que, lejos de enclaustrarse con dos vueltas de llave en una torre de marfil inaccesible, se destacan por su calidez. Me lo figuro todavía, mate en mano, alcanzándole la pelota emparchada a los pibes o diagnosticando, infalible, un sarampión.

Lo cierto es que el prestigio, por poco impoluto, del que gozaba entre la gente el doctor calificado y aparentemente bonachón que nos ocupa, se veía teñido, chocolate por la noticia, por ciertos detalles sombríos de su vida, de sus usos y de sus costumbres; pormenores en su mayor parte casi imperceptibles que, no obstante, le fueron confiriendo -y el contraste era violento- una facha enigmática, lo envolvieron en un halo misterioso que oficiaba de leña para el fuego cuándo no voraz de las malas lenguas. Acaso el punto central que despertara la suspicacia del colectivo fuera el hecho de que al buen hombre no se le conocía mina alguna. En efecto, innúmeras veces se había conjeturado que al Dr. Bélmer le competían epítetos tales como invertido, rarito, amanerado, sin contar otros tantos que resulta superfluo explicitar. En este pueblo de gente, si lo sabré yo, prejuiciosa y ávida de chismes no escasearon nunca cuenteros, ni terceros de buena fe impelidos por la sugestión, que aseguraran haberlo visto al tipo en alguna situación de índole presuntamente dudosa o comprometida. Sin embargo, en rigor de verdad, la única que logró develar, cachito a cacho, la incógnita que encubría el tordo, fue mi tía, que por circunstancias fortuitas, cayendo en la cuenta de que allí ciertamente había gato encerrado, fue a dar con la punta misma del ovillo.

Váyase a saber por qué el doctor no eligió a otra. La confianza nació, parece, una vuelta que Bélmer la trató por un temita de várices. Además, ella también, mujer enérgica de carácter expansivo, ligeramente podrido, era una de las figuras que hacían del pueblo el pueblo. Quizá, como siempre sostuvo mi vieja, hubiera algo de platónico tras esa hipocondría postiza -pues hasta su simulación era fingida- que arrastraba a la tía, con una frecuencia un tanto desorbitada, al consultorio sito frente a la parroquia.

En este punto del relato, el lector atento protestará, desconfiando de mi pluma y no exento de recelo, alegando que es una casualidad asaz descomunal que un suceso de tal trascendencia, como se verá, fuera a sobrevenirle precisamente a la tía de un servidor. Es mi deber observar que el caso es el opuesto, ya que, de no haber mi tía presenciado cuanto hubo, no habría elegido contar esta historia: ni me vería hilvanando estas líneas, ni se encontraría, lector, leyéndolas. Falaz es aducir una casualidad, porque hechos como este conducen forzosamente a una narración y, como dicen, siempre que ocurre algo, a alguien le tiene que ocurrir.

El martes 2 de octubre de 1979, a las diecinueve horas, en cumplimiento de pactos preexistentes, la tía se encaminó hacia la morada del Dr. Bélmer para realizar un trabajo cuya exacta naturaleza le era ignota. No es inverosímil suponer, como hemos aventurado más de una vez, inescrupulosamente, con la desvergüenza que sólo la familiar intimidad autoriza, que ella pensó, acaso esperanzada, que el médico tenía algún tipo de segunda intención al convocarla, a juzgar por el esmero con el que (mi tía) desenredó esa tarde su cabello, por la meticulosidad con la que examinaba en el espejo la meticulosidad con la que se examinaba.

Podemos imaginar que, tras ingresar ella, el doctor le ofreció un café; que mientras lo aguardaba miró, con y sin ganas, los objetos que, algunos involuntariamente, ornaban el vestíbulo: el aparador de guatambú, la vitrina de copas. Más difícil, en cambio, sería adivinar, Dios me libre, cuál era el trabajo que el médico le tenía ya listo:

-Necesito que amamante a mi bebé.

La tía, supongo, sacudió la cabeza pasmada. Bajo circunstancias diferentes, claro está, ella habría tenido, ante dicha petición, la posibilidad de descifrar una indirecta y, leyendo entre líneas, confirmar así sus tan ansiadas sospechas; habría podido concluir, y este era su deseo más oculto, que el Dr. Bélmer le arrastraba el ala, que le estaba tirando denodadamente los chihuahueños. La indirecta, ¿sobra decirlo?, no era tal: mi tía era, ya entonces, una señora grande, irrefutablemente postmenopáusica para cualquiera que entendiese, siquiera remotamente, la biología femenina -y el médico, quisiera creer, calificaba-. Por el contrario -y el tono de la voz, imposible de ser transmitido por escrito, debe haberlo dejado más claro todavía-, la solicitud del doctor había de interpretarse de modo literal, por tanto y cuanto se refería a un infante de existencia visible, a un pendejo recién nacho de en de veras.

¿Pero cómo, papá? ¿Cómo era tal cosa posible si al tipo no se lo había visto acompañado jamás de fémina? Preguntas como esta, y toda clase de reflexiones y matetes sucedáneos que no soy capaz de intuir, desfilaron por el cerebro de la tía y le royeron, impiadosos, la bocha. Ella entendió que, y así lo hizo, le convenía guardar silencio, mutando en una de esas playas del sur en las que, por más que uno pare la oreja, no se oye un alma.

En el transcurso de las semanas siguientes, que han de habérsele presentado interminables como una cinta de Möbius, y en las que, por prudencia, ya que mi tía fue siempre una mina cautelosa, mantuvo calladito el hocico haciéndose olímpicamente la sota, ella iba al consultorio y el doctor le administraba las dosis correspondientes de domperidona, destinadas a inducir la secreción de prolactina. La leche, en cuestión de días, empezó a manarle de las tetas pero -y la escena debía anudarle la garganta, atestar sus pesadillas- ni noticias del bebé; la agonía se prolongó hasta que finalmente, el 16 de octubre, el doctor informó que había nacido. Visto que, en esos tiempos, no había SMS ni servicios de mensajería instantánea, y considerando que instalar el teléfono era un trámite plagado de burocracias que tardaba sus buenos años, el honorable narrador resuelve recordarle, subestimado lector, que el médico hubo de apersonarse hasta la puerta, ubicada a seis cuadras de su casa, y, a falta de timbre, aplaudir.

Con extremo recato, acudió la tía por vez segunda a la casa del Dr. Bélmer. La hizo pasar a una pieza gobernada por una oscuridad casi absoluta y fue entonces que, entre las tinieblas, pudo ver, con espanto, a la madre y a la criatura. En el piso de parquet del recinto, siseando, reptaba despacio ella, una imponente culebra que debía medir, calculó la tía, unos cuatro o cinco metros de largo; contaba también con un espesor en lo absoluto despreciable. Con su cuerpo voluminoso cruzaba la habitación al tiempo que, la mandíbula descolocada en una suerte de arcada en reversa, engullía un pedazo crudo de bofe o quién sabe qué. A un costado yacía, dormido, el bebé, que no se parecía a nada que mi tía hubiera visto con anterioridad, y que no habría de volver a ver tampoco.

La vieja, los pelos de punta, supo, con el horror del convicto a punto de ser arcabuceado, que era demasiado tarde para volver sobre sus pasos. Quiso poner pies en polvorosa, pero sus muslos eran dos harapos. Las puertas ya estaban cerradas y un tapón invisible ocluía sus oídos alejándola del mundo. De tal manera le estrujaba la angustia el gaznate que entre las papilas resecas no le bailoteaba un solo gemido. Con lo que le quedaba de coraje y de fuerzas, se persignó multiplicadamente y le dio de comer al monstruo.

La noche siguiente, después de explicarnos lo acontecido, mi tía huyó a Mendoza. En cuanto al Dr. Bélmer, falleció el domingo 11 de marzo de 1990. Los vecinos convinieron en renombrar la calle principal del pueblo, que ahora lleva su nombre: Dr. Antonio Eduardo Bélmer. De su familia nunca más se supo nada. Por suerte el tiempo trae olvido.