La privacidad violada

~1~

Después de siete años en mi no desdeñable puesto de asesor, se me ofreció un importante cargo interino como supervisor en el complejo fabril de Brandsen. Mi entonces jefe estaba más emocionado que yo cuando me comunicó la oportunidad. Él creía que tenía buenos fundamentos. La herpnitacología viene siendo mi pasión desde tercer grado; el sueldo era alto, y encima era en patacones.

-¿Y?
-Y... sí, no sé...
-Vos fijate. No hace falta que me respondás ahora. ¡Vas a ir a la Argentina! Vas a estar a... cuánto... treinta o sesenta millas de Buenos Aires. ¿Entendés?

Su excitación era evidente por la manera en que me remachaba con la vista. Me trataba de "vos" porque me veía joven. En nuestras mejores épocas, tenía que soportar las burlas cariñosas de Polixena, porque no obstante mis *trentidós otoños, la gente seguía diminutivando mi nombre. De no haber sido mi jefe un hombre de familia, habría sospechado incluso más de sus intenciones.

Martina releyó varias veces ese último párrafo. Se sentía culpable por estar leyendo los archivos privados de Juan, pero las últimas semanas el comportamiento de él se había vuelto bastante más que preocupante. La situación era grave. Se hacía el enfermo para no ir al trabajo. Ella ni siquiera conseguía hacerlo levantar de la cama. Otros días volvía tarde y se acostaba sin hablarle.

-¡Vas a cobrar un fangote de guita! ¡Aparte, en patacones!
-Sí, qué sé yo...
-¡Vas a estar ahí, un año! Y, te digo una cosa... relajado, eh. No pensés que vas a tener más laburo que acá. ¡Vas a hacer lo que te gusta!

Aparentemente, el cargo duraría "apenas" un año, pero instar a Polixena a que abandonara su trabajo y la facultad iba a contrapelo de todos mis principios, y en especial de todos sus finales. Por otra parte, ella no iba a querer dejar sola a su mamita. La imposibilidad de que nos mudásemos todos a Brandsen dejaba como principal motivo de mi duda a nuestro hijo de un año y cinco meses, Cayo Valerio Nasón.

-Vos tenés pibes.
-Sí, un varón de un año y medio...
-Mirá, yo te entiendo porque también me tocó de supervisor dos años en Pergamino y dejé acá las nenas. Pero, cuchame, ¡no me vas a decir que no vale la pena! Pensá que esto te puede hacer crecer un montón, profesionalmente. Vos sos joven, tenés que aprovecharlo. Y te vas a divertir. Estás ahí nomás de Buenos Aires. Algún finde te puede ir a visitar tu señora. No sé si seguirá siendo así, pero cuando estuve yo la empresa te cubría una parte.

No cabía duda de que los personajes del relato de Juan eran ellos mismos. Los nombres, y varios otros detalles, estaban cambiados para ser inverosímiles, como tratando de camuflar infantilmente que el relato era autobiográfico, pero la semejanza era burda para cualquiera que los conociera un poco.

-Sí, la verdad no sé.

La verdad sí sabía, y era que quería seguir con mi puesto de siempre. No quería que nadie tratara de cambiar mi vida por otra, de adivinar o reinterpretar mis aspiraciones. Lo que tenía no era perfecto: vivía en un suburbio de Alebrijentz desconocido incluso por el loro, y mi salario no era en patacones, y con Polixena las cosas siempre estaban más o menos. Pero en general las cosas caminaban, y la exposición de mi jefe me movía poco y nada. ¿"Te vas a divertir"? Por favor. Mucha gente se perdía en la adicción perfeccionista de mejorar su existencia, sin entender que nunca iba a ser perfecta y sin vivirla nunca tampoco. Yo quería continuarla lo más tranquilamente que se pudiera, de acuerdo con mis propios valores.

Lo único que no sabía era cómo hacérselo entender a este tipo. La pobreza superficial de mis intervenciones en los diálogos revelaba algo más profundo: mi inhabilidad en la oratoria y mi dificultad para entablar relaciones interpersonales. La asertividad característica de mi párrafo anterior no habría podido dirigirse, nunca, a su verdadero destinatario.

Obviamente era Juan. Lo que más le preocupaba a Martina era no entender qué era había lo que había llevado a Juan a ese estado. Desde hacía mucho tiempo, ella sentía que él se había encerrado en sí mismo, que le escondía cosas y que no hablaba nunca de sus sentimientos. Seguramente tenía miedo de que ella lo juzgara. Y ella quería ayudarlo, pero no sabía por dónde empezar. Siempre que trataba de averiguar cuál era la verdadera causa de su problema, Juan se hacía el desentendido y decía que estaba todo bien.

Desde que había quedado embarazada de Cayo Valerio Nasón, Polixena y yo nunca habíamos vuelto a hablar sinceramente. Pienso que la brecha se originó en una serie de discusiones. Era cierto que ninguno de los dos había querido el embarazo, pero ella sentía que yo quería negarlo y escapar, y que las despreciaba a ella y a la criatura. Inútil razonar, y su desconfianza y su sufrimiento me dolían. Todos mis esfuerzos por expresar lo que realmente sentía terminaban en discusiones sin pies ni cabeza. Finalmente nos resignamos a no hablar de cosas importantes. Peor que eso: no sabíamos ni de qué hablar, y para llenar un poco el imbancable silencio prendíamos la tele.

Martina leyó otra vez el párrafo y se puso a llorar. Pensó que en cualquier momento Juan estaría por llegar y cerró desesperadamente los archivos que había estado leyendo, como para evitar ser descubierta. Fue al baño a lavarse la cara y miró a Santiago, que dormía tranquilamente. Ya más calmada, se dio cuenta de que en realidad todavía no había anochecido, y que Juan no volvería sino varias horas después. Se sentó otra vez en la máquina y leyó:

No era que nos lleváramos mal. Los primeros resentimientos del embarazo habían pasado; compartíamos la felicidad y la angustiosa incertidumbre de los primeros meses de Cayo. Creo que ninguno dudaba de la buena fe del otro. Pero se había perdido algo fundamental en nuestra comunicación. Nos condicionaba una precaución paralizante, paranoica, como la que se da después de un accidente, o la de quien camina suspicazmente por la calle después de haber sido asaltado con *reciencia. En aquel momento veía las cosas algo menos claramente. Y esa terrible fragilidad no nos habría permitido tampoco tener una meta-conversación en la que aclaráramos todas estas cosas de una buena vez.

Fue por esto que a Polixena pude comentarle solamente los detalles objetivos: me habían ofrecido un cargo importante en Brandsen. Y si a ella no podía contarle más que eso, si no podía decirle lo que realmente quería, ¿cómo iba a decírselo a mi jefe?

Martina se sorprendía un poco al leer que Juan en realidad no quería el cargo nuevo. Ella siempre había creído que este era su mayor deseo, y la apenaba sentir que estaban tan atados al lugar en el que vivían. Le habría gustado poder hacerlo sentir más apoyado y mudarse con él. Pero eso implicaba abandonar un montón de obligaciones, lo cual no le parecía factible en este momento de su vida. Entonces, si el problema de Juan no era que quería el cargo y no podía tomarlo, ¿qué era lo que lo ponía tan mal?

~2~

A pesar de que yo apenas había emitido opinión, y aunque supuestamente mi decisión seguía pendiente, mi jefe, movido por su entusiasmo, estaba seguro de que tarde o temprano yo agarraría viaje. De a poquitito, mi incapacidad para decirle rotundamente que no me jodiera (o al menos un simple "no puedo") iba transformándose en una concesión. No era por miedo a que me despidieran, porque yo era uno de los asesores con más antigüedad; pero las cosas tampoco estaban tan bien como para arriesgarse. Ahora también dependían de mí las vidas de otras personas que me importaban.

Polixena creía que yo quería tomar el cargo nuevo, y trataba de alentarme a que lo hiciera, total un año no era tanto tiempo. En realidad lo hacía para ejercer hacia mí su respeto activamente, para no cortarme las alas. Estaba claro que la idea de estar separados un año y quedarse sola no le gustaba ni medio. Por otro lado, incluso bajo la hipótesis de que yo me decidiera a tomar el cargo, no me atrevía a formular la pregunta de si Cayo se iba a quedar con ella o si me lo iba a llevar conmigo a Brandsen. Alguna norma social tácita no dejaba dudas en torno la respuesta. No sabía si ella podía llegar a tomar a mal una pregunta de ese estilo, pero no formularla me hacía sentir irrespetuoso y sexista.

En realidad de este tema sí habían hablado alguna vez, porque desde siempre compartían un marcado sentimiento antisexista. Obviamente Juan no podía pensar que ella podía ofenderse ante una pregunta como esa. Con este pensamiento, Martina tuvo un momento de lucidez y se sintió ridícula dándole tanta importancia a un simple cuento. Juan estaba deprimido, eso era cierto. ¿Pero no era estúpido pensar que iba a entenderlo hurgando entre sus archivos? Sus miedos le estaban haciendo tragarse cualquier verdura.

Los días corrían y las palabras de mi jefe me daban a entender, más con ilusión que con amenaza, que la respuesta por default era "sí", y que no habiéndome rehusado estaba firmando. Esto me inspiraba no poco terror. Hubo una serie larga de insomnios y madrugadas en las que mi conciencia se determinaba superheroicamente a confesarle que ese puesto no era para mí. Pero por la mañana perdía la capa y los poderes, volvía a ser una conciencia de cotillón, que nunca encontraba oportunidades para decirle que no. O que quizá no quería encontrarlas. A lo largo del día trataba de justificar racionalmente por qué todavía no le había dicho nada, y por la noche volvía a empezar el ciclo.

En octubre, no habiendo recibido de mi parte un rechazo, mi jefe me pasó tres formularios para darle de comer a la eternamente hambrienta burocracia y concretar así mi traspaso. En esa época, en la oficina, estaban de moda los chistes de Jaimito, que al principio me causaban pero ya me tenían podrido.

Martina pensó que esa última línea desentonaba un poco con el resto del relato. Seguramente Pablo, que era quien en última instancia determinaba los pensamientos de Martina, la había convencido de esto.

Ese mismo día, después de más de dos años, Polixena me habló quizá por última vez sinceramente:

-La verdad es que no me quedo tranquila si te vas...

Claro que yo tampoco me quería ir. Sentí un peso horrible que me apretaba el pecho y la garganta, y entonces me puse a llorar.

Seguían pasando los días y mi jefe insistía en que completara el formulario. Lo que hasta hacía poco había sido una opción, expresada en términos amistosos, se había transformado, por inacción, en un deber. Ahora yo debía el formulario. Y a él había empezado a verlo como a un perseguidor, aunque era consciente de que esto se debía más a un cambio en mi percepción que en su conducta. Sentía que su emoción se transformaba de a poco en impaciencia, de a poco en índice acusador que me señalaba inquisitivamente. ¿Dónde está el formulario?

Yo no pensaba completar los papeles. Si lo hacía, menos todavía iba a haber forma de volver atrás. No quería saber nada con el nuevo cargo. Pero no me daba la cara tampoco para reconocérselo a mi jefe, por lo que trataba de retrasar la entrega lo más posible.

¿Entonces sería eso lo que había pasado en los últimos meses? ¡Juan no le había contado nada! Martina sintió una mezcla de odio y angustia. No dejaba de ver a Juan como una persona que sufría, pero ¿por qué no confiaba en ella? Si le ocultaba esos detalles ¿qué otras cosas le ocultaba? Los miedos y actitudes que Juan le estaba escondiendo no le parecían excesivamente graves. Pero, justamente por eso, no terminaba de entender qué lo motivaba a esconderlos. De repente sintió que había tenido un hijo con un tipo desconocido. Que estaba conviviendo con un extraño. Otra vez pensó que en cualquier momento podía llegar Juan y descubrirla leyendo sus archivos, pero ya no le inspiraba vergüenza sino terror. Verificó que la puerta del frente estuviera cerrada con llave y dejó la llave puesta.

Primero exponía pretextos estúpidos. La situación era incómoda. Me hacía acordar a cuando estaba en tercer grado, y una chica de mi edad iba a jugar todos los días a mi casa. La chica me caía bastante mal, y lo que más me molestaba era que fuera cosa de todos los días, que no me dejara nunca en paz. Entonces, algunas veces, mi abuela o mi mamá la atendían y le decían que yo no estaba, o que me tenía que ir al médico, o ponían alguna otra excusa parecida. Quizá, doctor, es en escenas como ésa que se origina mi relación huidiza con los compromisos, sobre todo con los indeseables.

Después me daba vergüenza seguir dando excusas, y me escabullía de mi jefe. Trataba por todos los medios de evitar el contacto con él, y cuando hablábamos me esforzaba para no tocar el tema, aunque la única medida que podía tomar para esto era cruzar los dedos. En la calle, fantaseaba atemorizado que podía encontrarme con él. Cada vez que lo veía, me agitaba imaginando que me iba a preguntar por el formulario, y trataba de pensar qué responderle, pero entendía que ya no tenía mucha salida. De a poco iba sintiendo que mi jefe me odiaba, que quería castigar mis faltas. Probablemente él no tenía tanto apuro como yo creía. Pero como yo no tenía intenciones de entregar el formulario, sabía que tarde o temprano el apuro iba a tener que surgir. Su aparente "odio" era seguramente una proyección de mis propios miedos y resentimientos, y yo me daba cuenta de eso, pero no dejaba de sentirme intimidado y reprimido.

Después dejé de ir al trabajo.

En ese punto terminaba, es decir, quedaba inconcluso, el relato de Juan. Después de un largo espacio en blanco, había una serie de frases sin cohesión, que no dejaban entrever demasiado el argumento. Eran más que nada palabras disconexas e ideas sueltas, sin relación evidente con lo anterior.

Martina se quedó pensando en qué le iba a decir a Juan cuando llegara. Pero esa noche Juan no volvió.

Ni ninguna otra noche.