Hoy el bebé berreaba su son de vidrios rotos
y lo acuné en mis brazos queriendo apaciguarlo,
pero afloró un torrente de murciélagos blancos
de su pecho latiendo como un trotar de potros.
¡Niebla de mariposas y alas blancas en corro
batiéndose y chillando con fulgores macabros!
Géiser de luces cósmicas, alaridos humanos,
brotaron replicados por su caleidoscopio.
Y al ver esa tormenta de bestias diminutas
supe que algo terrible y a un tiempo angelical
albergaba en su seno la incipiente criatura:
no eran las represalias de un pacto con Satán,
ni el efecto hechizante de la hipnótica luna,
¡eran sólo el reflejo de mis propias angustias!
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