La bandada

Allá, hay un centenar de pájaros que están agitando las alas y mirando la ventana del departamento sito en Belgrano 266, segundo piso B, de la localidad de Uriarte, código postal 1174, Buenos Aires, Argentina, de aquí en adelante denominado el departamento. Pájaros de ojos desproporcionadamente chicos como la vez que uno de tus tíos se saca los anteojos y parece que fuera todo rostro. Pájaros de picos delicados como una nena que trataba de tomar agua del vaso y no la quería volcar, y apretaba los labios que se comprimían en una "u" como dándole un beso.

Ahí adentro Martín (y el apellido está escrito en mayúsculas), de sexo masculino, documento nacional de identidad etcétera, el compareciente mayor de edad, que de ahora en más denominaremos Martín, se está enjabonando las axilas, los brazos y el torso sin dejar de pensar en la chica de anteojos de marcos gruesos, y se da cuenta de que la chica le gusta mucho. En realidad ya se dio cuenta de eso hace rato, pero de lo que ahora se da cuenta es de que este hecho es llamativo porque el día que la conoció se acuerda de que le parecía tan, tan fea realmente.

La horda de pájaros que están en la ventana tiene algo de bestial, porque remite al cuervo de Poe que quiere entrar y quedarse en la puerta de tu pieza para torturarte permanentemente el alma por el resto de tus días, pero también al contrario, su actitud admite que la epitetemos de beatífica, ave paseriforme de la familia de los no sé qué, que viene a buscarte con piedad para levantar tu cuerpo hacia la inmortalidad luminosa.

Pero Martín no se dio cuenta de que los pájaros estaban volando al lado de la ventana porque se estaba bañando, incluso de hecho hace un ratito sonó el teléfono y no lo escuchó. Ahora Martín se sigue enjuagando, se huele para ver si está suficientemente limpio. Se lava ahora los pies y las rodillas, ahora los muslos y la espalda, y se pone shampú y se enjuaga, y sigue pensando en el pelo negro y largo de la chica que le había parecido fea pero cuyo recuerdo ahora lo calienta, y se acuerda del pulóver que tenía puesto hoy que le marcaba el corpiño.

Los pájaros siguen en la ventana como tropas marchando en el lugar, o como los helicópteros, que son capaces de subir y bajar variando únicamente la coordenada "z". Aletean muy rápido, no dejan de aletear nunca. La acción es coercitiva porque la inacción lleva al desastre, y aunque los pájaros parezcan bobos tiene que haber algo de lucidez en su aleteo, como cuando andás en bicicleta y sabés que tenés que hacer fuerza con este pie y después con el otro para mantener el invariante, y no dejés de hacerlo porque te caés a la mierda. Como si estuvieran nadando y fueran conscientes de que tienen que alternar una brazada con la otra incesantemente para no hundirse sin remedio.

Martín recién cerró la canilla y así se rompió el hechizo de las gotas que le llovían en la cara. La ducha concertaba un ruido blanco que puede brindar, si se le presta atención absoluta, una calma como la que adviene al exhalar las preocupaciones. Ahora que se rompió ese hechizo en cambio se sucede otro muy distinto, que es el del silencio sacro del secarse con la toalla gruesa: primero toca la cara, el cabello, la nuca, y después va visitando una por una todas las superficies e intersticios del cuerpo.

A la bandada la componen varias aves distintas, que la verdad no sé qué son pero parecen colibríes o benteveos, algunos no tanto porque son negrísimos como los materiales más negros cuya existencia testimonian los cuentos, y otros más porque son multicolores. Ahora los pájaros parece que se violentan y le pican a Martín el vidrio con los picos. Parece que estuvieran solicitando que se les abra la ventana para entrar y para revolotear por adentro de la casa, y pienso las cosas que harían si se les diera acceso: un alboroto de plumas por doquier, sábanas revueltas y libros cayéndose como dominós de las estanterías.

Martín pisa las baldosas del baño, porque ya salió de la ducha y está relativamente seco, aunque en realidad no está del todo seco porque los pelos se le aglomeran todavía en fibras de coral que chorrea, ascienden vapores, y el espejo está lleno de neblina que se condensó. Ahora el silencio que rige en el baño es más permeable a los ruidos que vienen de las piezas contiguas. En parte la afirmación es objetiva, porque al cerrar la canilla el ruido blanco de la lluvia se cortó, y en parte es subjetiva, y esto es porque ahora que terminó de bañarse Martín vuelve a estar atento a algo más que a su propia piel y a algo más que a las tetas de la chica de anteojos. Los actos de bañarse e incluso el de secarse son esencialmente introspectivos y requieren completa concentración en sí mismo, pero el salir del baño es un proceso de despertar y desperezarse para entrar de nuevo en contacto con una realidad en la que uno no está solo.

Es ahora entonces y por esos motivos que Martín puede escuchar el repiqueteo de los picos chocando contra el cristal, y primero no entiende, y piensa qué carajo es ese ruido, primero se le ocurre que está granizando y después le da un poco de miedo que alguien haya entrado a robar, aunque no se le ocurre con qué herramienta o con qué fin puede estar haciendo ese quilombo. Entonces se asoma por la puerta, aunque se asoma poquito porque si no va a mojar toda la casa, y cuando mira hacia lo que aparentemente es la fuente del ruido ve una bandada de como ciento cincuenta pájaros golpeando los vidrios de la casa con el pico, y piensa ¡qué carajo es esto!, y se acuerda de algunas historias conocidas de libros y películas, pero no es comparable porque esto le está pasando en serio y no sabe qué hacer y le da mucho miedo que los pájaros rompan la ventana.

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