Stewart Combs cogió el autobús transurbano que surcaba la carretera de Philadelphia a Baltimore. Era entrado el atardecer. Había transcurrido un año desde que dejó su hogar y partió por trabajo. Su posición económica no le permitió rehusarse. Su jefe era un muchacho altanero de nombre Joe Dominguez, mucho más joven que Combs, que se paseaba por el sitio con una chaqueta grasienta y blue jeans, vociferando órdenes y mascando tabaco.
Pero ahora Dominguez había quedado atrás. Si tenía suerte, pensó, no volvería a ver a ese cerdo. Combs ansiaba llegar de vuelta a su hogar. Su familia lo estaría aguardando. Con lo que había ahorrado este año podrían comprar un pequeño auto. Tal vez tendría tiempo para hacer algunos arreglos en el jardín. Pasaría más tiempo con las niñas. Y con Connie. Oh, Connie...
Mientras subía al autobús recordó un ejemplar de un comic que leyó cuando era niño. Su madre sólo le permitió comprar uno. -No pierdas el tiempo con esa chatarra -solía decirle. Recordaba vívidamente las figuras de la portada, pero por algún motivo no conseguía recordar el título. De pronto creyó tener el ejemplar en sus manos. Podía sentir la textura de las páginas, volvía a oír la voz de su madre regañándolo. -Vamos, Stu, te has vuelto loco -bromeó para sí. No imaginaba lo que vendría.
-¡Madre santa de Benamejí! -lloró como un bebé, una vez que la pelambre del libraco, que rezaba Los sacerdotes de Kükümagen en la tapa, cedió ante él, ante la manaza fornida y peluda de Stewart, disparándose así, y poblando el aire, la aciaga realidad. Sollozó al darse cuenta de que su mente ya no estaba en el autobús, que se encontraba ahora en el cuerpo de Don Molina.
¿Dónde demonios se encontraba y cómo carajo iba a volver?
Hijo de un criollo y una india, Don Zoilo Molina, o de indio y criolla hay quienes dicen, quiso echarse a dormir la siesta en la hojarasca, con el sol de la tardecita pegándole a través de las ramas en el napio. Su animal, a un lado del caldén, se ensañaba con la tarde dándole coces a los yuyos, profiriendo tales relinchos que parecía un ataque de alergia, sacudiendo el pescuezo como en un tic nervioso para acomodarse en las riendas.
Me hacía acordar a ese fulano que se retoca la corbata frente al espejo. ¿A cuál fulano? Al único. Y a todos. Si todos los fulanos son los mismos. Ese mismo fulano que un día es Stewart, otro día Jan Elausson, otro día Connie, un día Joe Dominguez, y al otro Don Zoilo. El mismo tipo que un día fue pendenciero y otro pacifista. Un día víctima y otro victimario. Un día madre, un día feto, un día violador. Un día bella y otro bestia. El mismo que un día es Gregorio Samsa y al otro un bicho. Un día tu hermano y al otro un cadáver. La Reina de Inglaterra, god save the queen. El albañil que hizo esta casa, Adán o Eva, Abel o Caín. Los Quijotes y Sanchos y Dulcineas del mundo. Esopo, que fue un esclavo negro. Zhuangzi, que soñó que era una mariposa. Ese mismo fulano que también, ¡cómo no!, es mengano y zutano y perengano. Ese mismo fulano que sos vos, cuando recién te levantaste, cuando estás en el baño hilodentándote para que no te sangren las encías pútridas, cuando te arrancás la cascarita de la herida, cuando estabas nervioso la primera vez que te diste cuenta de esa euforia que es estar enamorado, cuando tuviste un hijo y no pudiste creer que ese precoz humano que salió de tu vientre tuviera las manos minúsculas y perfectas como cualquier mortal. Ese mismo fulano que es tu vieja, tu viejo, tu hijo, un samurái, un druida y una tortuga de las Galápagos. Ese mismo fulano que de vez en cuando soy yo.
Estaba navegando el nada pacífico helesponto, o acaso el flegetonte. Vadeando cantos de sirenas afrodisíacas, la carabela mohosa transportaba más hambruna y más pestes que tripulantes. Sin divisar jamás tierra firme, el capitán, rendido al sino, consultaba vanamente los arcanos que la alidada y el sextante no le confiesan a cualquiera. Entre los poco gratos efluvios de los marinos, ya fantasmales de lo bronceados y enflaquecidos, un pibe todavía lampiño jugaba a la baraja. Las mareas sistólicas tambaleaban la embarcación con fuerza de mil Hércules; contrincantes triunfales bajaban en abanico un as, dos ases más, y luego otro. El pibe era él, y también, nuevamente era yo.
Eso era lo que soñaba. La descripción chota de su sueño le rememoró que en su última travesía, mientras iba de buque en buque, que de algo hay que ganarse el pan, surcando las aguas saladas y la tempestad, poco más que un lastre humano, limpiando con el lampazo inmundo los tablones vomitados de la nave, lo habían azotado ventarrones impíos que cartógrafos de otrora supieron retratar en bocas de arcángeles, insuflando nubes malignas, arrastrando soles que extendían sus brazos hacia los confines del poniente.
Pero no: ni el bamboleo incesante de las naves, ni el trajín estrepitoso de ese puerto lleno de extraños, que confabulaban en una macedonia ininteligible (qué adjetivo de mierda) de romance y vaya uno a saber qué, de ladinos siempre dispuestos a embromarlo a uno, eran para él, que se había criado en el silencio litúrgico de la llanura, a la vera del charco y reventando sapos a piedrazos. Mejor el hambre. Que él había elegido los pagos de por acá en el pueblo, y acá se quedaba carajo. Aquí donde en los tiempos de Roca los Torres y Balbuena supieron instalar sus fincas; donde por la noche la luna llena refulgía espléndida y sin peros; donde en el crudo julio un paisano cualquiera te intuía a oreja limpia el cabalgar de un jinete a media legua. Tal era la magia negra de los lugareños.
Mientras el amigo dormitaba, vino a pasar por el sendero un gringo a caballo. Y acá es donde entra en juego la figura ineludible de la vieja. La vieja que una vez, cuando era chico, nos mostró una foto de los tiempos del ñaupa, que retrataba a ese gringo, Johann Elausson, cuyos ojos azules penetrantes habían sido ya eliminados por arte del tiempo.
Encorvada en la rueca, siempre hilando diligente como una oruga su crisálida, la vieja pálida sonrió ante la cuestión y recordándolo entornó la frente en cuanto señalé la figura, no mucho más ni mucho menos pálida que ella: la foto clara, oscura, monocroma, desteñida, añeja, de un tipo. Rendida por la huella que inexorable plasmara en ella el almanaque, apenas se distinguían en esa mueca un ojo, un labio. La vieja se afanaba sobre su tejido como rezando un padrenuestro, sin dejar nunca de hilar, con los garfios diestros y arrugados como guantes, que tiranizaban la aguja. Esa vieja que terrible, blanca, evoca en mí un sentimiento inconcebible: el de la nostalgia de una época que nunca he vivido.
Así me dijo la vieja: el borrón, la imagen que hoy
se puede ver en la foto, antes de ser una mancha en un papel
fue un muchacho, muy buen mozo, parido en la nación.
Me pregunto si la vieja y él habrán tenido algo,
un affair, más no sea platónico,
pero descarto al momento la hipótesis por no ser falseable,
condición imprescindible de toda proposición que
pretenda calificar de científica.
No obstante, al guacho, de linaje nórdico hasta el tuétano,
de estirpe sueca, ya dijimos que se apellidaba Elausson,
procedente de esa lejana patria, ¡ay! de negarle, recalcó la anciana,
su sangre criolla, que áhi te quiero ver.
La lengua escandinava y castellana, y el jinetear sin tregua bajo el sol
que le surcaba de líneas los anchos pómulos, le confirieron un aspecto heroico:
el de un Wotan campestre en bombacha montando su Sleipnir pampeana y yegua.
Y aquí es donde las historias están próximas a intersecarse, donde Don Zoilo lo fue a conocer al sueco Elausson. Trenticinco minutos a caballo viniendo paracá de General, juraban los paisanos que Elausson hizo un alto en una fonda, y que en ese bar de mala muerte un gordo en curda vino a tacharlo de gringo. Hubo quienes entretuvieron que ese reto era un clamor perverso de Mandinga. Pero la reflexión es tautológica: ¿acaso no te aguarda el portador de luz a la vuelta de cada esquina, en el fondo de cada trago, en el reverso de cada naipe, en la culata de cada revólver, en la ceca de cada centavo, en el desengaño de cada metejón?
Algunos postularon que el gordo mismo, incluso, era el Ángel Caído. La cuestión fue que los tipos casi se van a las trompadas, tras referirse a las mutuas madres, y que si esa noche no se tiñó la posada de la sangre de estos dos compadritos fue de pura casualidá. Algún cristiano le frenó el carro a Jan cuando ya había desenvainado el puñal, y lo blandía entrecortando los erutos, antes de que cometiera una imprudencia.
El gordo le batió no sé qué cosa y concertaron, finalmente, una pulseada. El Diablo le ha ganado pulseadas a medio mundo; pero esas historias abundan. Esta es la historia de la vez que perdió. Elausson le dejó todos los dedos machucados y doliendo que el gordo se retorcía en la banqueta, ya abatido. Al sueco se le subieron los humos y salió entusiasmado porque quería decirle a su papá -Viejo, no sabés, le gané una pulseada al Diablo -solamente que lo diría en sueco, lengua que no me gustaría mentirte que manejo.
Pero el caballo que lo sintió al Ángel en el corazón, porque viste que los animales tienen como un sexto sentido nene, salió galopando como un cuete, hizo caso omiso de los rebencazos, e indomable proyectó al gringo al firmamento, quien describió una parábola, si es que despreciando pataletas y otras fuerzas nos permitimos rebajarnos a la asunción, poco más poco menos ridícula, de que su trayectoria fue la de un cuerpo puntual.
En eso el impacto del gringo despierta al Zoilo que dormía la mona, y que no era a estas alturas menos gringo que el primero, porque como ya se sabe se trata de un tal Stewart, quien sólo sabe hablar inglés doblado al castellano, aunque está embutido de prepo, vaya uno a saber por qué, en la carne de un gaucho.
La cámara mental que nos ocupa pasó de Don Molina torrando ahora a Jan Elausson. Lo primero que sintió fue un dolor terrible que le llenó los ojos de lágrimas, le hizo apretar los dientes. Se miró el brazo y aun en medio de esa confusión de sangre y pasto en la boca, era indudable que un güeso se le salía parafuera del codo. La vieja se sonreía mientras me contaba esta parte. Se habrá acordado del caballero que la galanteó, o tal vez la ingrata se deleitaba en la desgracia de aquel rubio hijo de mil putas. El caso es que detuvo por un instante su quehacer en la rueca para hilvanar otra trama.
Lo que pasó a continuación es simple. El sueco, que ese día mismo le había ganado una pulseada al diablo, se creyó dueño del mundo, y en lugar de dirigirse de inmediato al hospital en Buenos Aires, pasó la noche cediendo a las tentaciones del cuerpo y rascándose el higo. Fue entonces que ocurrió un milagro y el mundo se llenó de vida: los azulejos se llenaron de plantas, las macetas de hormigas, las baldosas de cardos, las paredes de moho, el aljibe de renacuajos. Las plantas de zapallo crecieron como nunca que parecía que se medían entre ellas. El brazo de Elausson también se llenó de bacterias, y el diagnóstico indicó que se le había infectado la herida.
La vieja ya no volvió a sonreír y se enfocó obsesivamente en la rueca, así que me tuve que volver. Esa misma noche Stewart Combs regresó también a su hogar. El título del comic todavía no lo recuerda.
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