Él encontró, contradictoriamente,
que la puerta de calle, siempre abierta
en pesadillas, no cedió, inclemente,
por no encontrar la llave de la puerta.
Fosa oclusa, tapial de mala muerte,
por extraviar la llave de la puerta,
misterioso metal dorado, y nada.
Cosa malnata, impura, clausurada,
añeja, y el pestillo de escarlata,
por extraviar la llave de la casa.
Pesadillas que, brujas, sus desnudas
pelotas señalaban descubiertas
diciéndole estás solo y estás solo.
Su morada de traba corajuda,
como su corazón, de las ventanas,
de crespones tapiadas, era viuda.
Pesadilla insultante, eficaz filo
imprecado en el medio de las sábanas,
que, saliente verruga, planas tetas,
viene a escupirte en medio de la jeta.
A la gasolinera, tarambana,
cruzó, invirtiendo su último penique
en un puñado de adicción malsana.
Y patear sin cesar esta ciudad.
Esta ciudad de pisos salivados,
veredas polvorientas de pisadas,
botellas infinitas abolladas
y chicles a zapatos aferrados;
esta ciudad de a ratos miserable,
de monedas, palomas y pochoclos,
insoslayables bustos de los próceres,
goma espuma lactal de pan de pancho.
Esta ciudad desnuda, maquillada,
imprecisa y exacta,
revoltosa y pacífica,
de risas sueltas, lágrimas volcadas
y nada más que lágrimas.
Esta ciudad henchida de sentido.
Volver sobre tus pasos, cabalgando
como un caballo blando. Y verte así
como una leche, o un yogur, vencida.
Del gallináceo son tras un repique
lo atendió en camisón el cerrajero
-no hay suplicio que el pan no justifique
ni mal que no se cambie por dinero-
que como pie hormigueante adormilado,
disparó, acomodándosé el sombrero.
Y pitando a la lluvia y congelado,
leyó la información nutricional
(aceite vegetal hidrogenado)
del paquete de plástico, letal,
con posibles vestigios de maní,
sin agregado, embargosín, de sal.
Se encomendó a la virgen de Itatí
y el barco navegó, como una flor
que al vernal equinoccio reverdece
desplegando abanicos con los pétalos
y emergiendo del humus putrefacto,
por la cuenca infecciosa del Riachuelo.
Él encontró, contradictoriamente,
que la puerta de calle, siempre abierta
en pesadillas, no cedió, inclemente,
por no encontrar la llave de la puerta.
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