Marcando la zeta de Riemann

Te suceda quizá en lo sucesivo,
como les sucedió a tus sucedáneos
(y le sucederá al que te suceda,
y a cada sucesor) este suceso.

Se escapa, impermanente e instantánea
(¿foto de un beso, de una mariposa?)
esta corriente que tus manos baña.
Por la rendija nos elude y va,
va, va, como detritus por la cloaca;
como, valga cantar, por caño caca
o por testigo de Jehová Jehová.

Tamiz de arena (un hilo) entre tus dedos,
sol que transmuta en líquido la escarcha,
contabilizan cuánto engulló Cronos
de cuanto sola vez te dio una puta;
copiosa, paradójica, diarrea,
la que siempre tenés porque se marcha.

        Hoy vuela una paloma y otra muere,
        pisoteás una araña y otra nace,
        quien hoy ni en broma odiás ya no te quiere,
        lo que ayer afianzaste se deshace.

No es, el repique, el cambio, sobornable
(no para el aguacero, sin mañana,
y, a cada gota, una segunda mata);
puede hacerte sufrir, como si en Minos
despojado de ovillos, el afán
de alcanzar una luz inalcanzable,
carcomiera (o comiese) el cerebelo
de un feto ignoto y fétido de rata.

Mejor o peor aún, digamos, puede
que te acribille de repente un rayo:
a salvo still de tajos la tua frente
un cadáver toparte en la vereda,
como se lo topó sin prolegómenos
(cargando porsilasmo ristras de ajos)
en el mezzo de un día masomenos
Fulanito de Tal de los Palotes.

Doble Natalia, andálo a averiguar
(y las baldosas eran de vainillas
más ultrarresistentes que amarillas
por si hace falta, dúdolo, aclarar)
se encontró con un corpse en la vereda
que lastimó, qué lástima, su mente:
¡carne de un hombre, pero que doliente
se quejaba en voz alta, se quejaba!

Tembló ante el solo pensamiento entonces
Fulanito de Tal.

Ay, dolor que las ánimas aqueja
llevando a comprimir uñas y dientes
contra las manos, las encías, tiernas
y haciéndoles latir el corazón.

El cuerpo tiritando como un hielo
se puso blanco, doblegó las piernas.
El mundo vino pálido a sus iris.
Los tímpanos callaron como piedras.

Una cosquilla le circundó el pene.
Tuvo algo de sexual ese momento.

Dime, ¿qué tramas ¿qué es lo que tú piensas?
yéndote a Camagüey y en primavera?
¿a implementar la ley azucarera?
¿a propinarle lambetazos rítmicos
sinvergüenza, a la cuca de una dama?
¿a practicar el son, mi mozalbete?
¿a hundir ¿otro naufragio? un barco más
con birrete inexperto, ropa a rayas?
¿a armar revoluciones con fusiles?
¿por qué esta vez mejor no te nos quedas
en el mundo real ¡el que aquí ves!
en vez de edificar como un imberbe
castillos en nitrógeno parados?
Tus sueños, Camagüey y en primavera,
planes chinos, utópicas quimeras.

Oh, my! Oh, my! Mordió con fuerza tosca
la tuerca el cascanueces. La quebró.
No se oyó ni el zumbido de una burra.

Que acá hay un muerto, pero un muerto vivo,
un haz de luz en la prisión cautivo,
alma vital que, en modo subjuntivo,
girando como gira un tiovivo,
se retorciera entonces, insondable
y esquiva. Enlamparado como un efrit.
Corriente eléctrica en aislado cable.

Y allí estaba, vivito y arrastrando.

Carne de un hombre, carne que gemía
despojos de un idioma. Le invadía
las venas el temor de hacerle frente
a este tipo ¿era un tipo? el que mugía
con mugido de vaca en ultimátum
con los nervios de punta de, qué nervios,
morirse de un disparo en la cabeza.

(Memento mori, ladran Sancho Panza).
El hombre tuvo que salir corriendo;
yo hubiera hecho lo mismo y vos también.

Noche, tranquilidad, de mate y cuero,
cuero de cubilete y de corcel.
Luna pacífica y al hombre fiel.
Estrellas reventando en el terrero.

La paz que hay por afuera es aparente
porque igualmente el corazón galopa.

Un fresco que se cuela por las botas
y por el pantalón. Se configura
de post-apocalíptica estatura,
ladrando con beligerantes notas,
un perrazo con ojos como faros.
Perrazo despeinado que ruidoso
lame la sopa tibia de la zanja.

La paz que hay en la calle solitaria
es necesaria pero insuficiente.

El perrazo "apeinado" mejor dicho:
el juicio de valor del adjetivo
postula un mundo muerto, un mundo humano,
dualista, limitado. En cambio el bicho,
que por los adoquines va trotando,
habita otro innegable y objetivo
planeta de etiquetas despojado.

La paz que el perro muerde con los dientes
se quiebra en mil pedazos como un vidrio.

Y en cuanto a Fulanito,
hasta el punto fecal muerto de espanto,
sus pedos resonaban en la noche
como un trombón cansado en desconsuelo.
Fue a dar en aquel único remanso,
un último bastión de humanidad.

Fulanito de Tal pidió cerveza;
se acumuló la espuma en una jarra.
Aquella noche se acabó la farra.
Aquella noche vino la tristeza.

El hombre de las manos de caballo,
que estaba sentadito en un rincón
con uñas tironeó de todo pelo,
furioso, apuñeteó la mesa. Bruta
y explosiva, manó una furia sucia
que desequilibró el lugar completo.

Dos minas lo miraban.

Cuentan que el hombre no se quedó quieto:
quiso rezar una obsesiva misa,
sopló -Lo mato yo a este hijo de puta.
Pidió la cuenta y no pagó las pizzas.
Salió corriendo y apagó la luz.
Tiró todos los platos de la mesa.
Su callo duro santiguó una cruz.

Un sismo sacudió el salón. Y el hombre,
el hombre de las patas de caballo,
con furia apuñaló otra vez la tabla,
la recién encerada, regalándole
a Fulano de Tal su última bala.

Debés saber que se limpió la boca
con el dorso del puño ensangrentado.

Amasijo de sangre coagulada
por el cordón de la vereda repta.
Hinca los codos en el material,
sangrientos. Esperpento a la vez pálido
y violáceo marrón de magullones,
desbordante de llagas purulentas.

La piel cerosa pinta un esqueleto
famélico, trasluce las costillas.
Vestido con harapos ya marrones
de tierra, ya de mierda, pegoteados
de ampollas, que se huelen a distancia.
Como advirtiendo: aléjate.

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