Acordate, amor mío, de aquel coso que vimos
esa mañana dulce de verano:
un cadáver pudriéndose al costado del río
sobre el cauce sembrado de guijarros.
Con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
inflamado y chorreando secreciones,
abierto el vientre en forma socarrona e impúdica,
exhalando pestes y emanaciones.
Azotaba radiante, el sol, la carne infecta
como queriendo a punto cocinarla,
y devolver cien veces a la Naturaleza
aquellas partes que, años ha, juntara.
El cielo contemplaba los despojos soberbios
cual pétalos de flores desplegándose.
Y el aire era tan fétido, que sobre los helechos
creíste que estabas por desmayarte.
Las moscas circundaban el abdomen podrido
del que surgían negros batallones
de larvas, que brotaban como un espeso líquido
de los restos vivientes en jirones.
Se elevaba y se hundía como el oleaje manso,
o supurando humores crepitaba,
como si al ser inflado por un aliento vago
viviera aún y se multiplicara.
El mundo ejecutaba su extraña sinfonía:
soplos de brisa, el flujo de las aguas,
rítmicos movimientos del grano que se agita
al tamizarlo el peón en la zaranda.
Las formas se extinguieron, como un sueño se escurre,
como un bosquejo delineado apenas
sobre el lienzo inconcluso, que el artista concluye
con la memoria frágil que conserva.
Tras las rocas, mirándonos con ojos fulminantes,
nos vigilaba enorme un perro inquieto,
anhelando el momento de sosegar su hambre
y abalanzarse sobre el esqueleto.
Y habrá un día en que seas igual a esta inmundicia,
a esta basura horrible, a esta infección,
estrella de mis ojos, sol que alumbra mi vida,
vos, ángel mío de mi corazón.
Serás así, galante reina de la belleza,
al cabo del postrero sacramento,
cuando bajo las flores y la rústica hierba
te empieces a pudrir entre los huesos.
Así que, hermosa mía, recordale a las larvas
que vengan a roer tu cuerpo a besos,
que seguiré albergando la primordial sustancia
de mis seres queridos descompuestos.